UN
VERANO NEGRO DE INCENDIOS EN ESPAÑA
El verano de
2025 ha dejado en España un panorama desolador por la ola de incendios
forestales. En lo que va de año, se calcula que han ardido cerca
de 400.000 hectáreas de superficie, un nivel de destrucción
que no se veía desde 1994. Solo durante el mes de agosto se quemó
aproximadamente el 90% de esa superficie, convirtiendo a 2025 en uno de
los peores años de la historia reciente en materia de incendios
forestales. Varias comunidades autónomas sufrieron fuegos devastadores:
Castilla y León acumuló alrededor de 150.000 hectáreas
calcinadas (con varias víctimas mortales), Galicia registró
más de 96.000 hectáreas quemadas (su peor dato en lo que
va de siglo), Extremadura perdió unas 45.000 hectáreas, y
otros territorios como Asturias, Madrid o Andalucía también
se vieron seriamente afectados. En total, se han contabilizado decenas
de miles de evacuados y al menos siete fallecidos en España a causa
de los incendios, a los que habría que sumar víctimas en
países vecinos. España ha sido el país europeo más
afectado por el fuego este año, en un contexto en el que toda Europa
sufre una temporada de incendios excepcionalmente dura (más de un
millón de hectáreas quemadas en el continente durante el
verano, con Portugal, Grecia y España a la cabeza).
Estos datos
demuestran que el verano de 2025 en España ha sido un verdadero
“verano negro” de incendios. Además de la extensión quemada,
destaca el número inusual de grandes incendios forestales (aquellos
de más de 500 hectáreas): más de 50 grandes incendios
este año, cuando en años recientes la media anual rondaba
solo la veintena. Esto evidencia un cambio cualitativo en el tipo de siniestros
que estamos experimentando, volviéndose más extensos, intensos
y difíciles de controlar.
CAUSAS: CALOR
EXTREMO, ABANDONO RURAL Y FACTOR HUMANO
Detrás
de esta catástrofe medioambiental confluyen múltiples causas,
que actúan como un “cóctel explosivo” durante el verano.
Entre los principales factores que explican la virulencia de los incendios
de este año se pueden señalar:
Condiciones
climáticas extremas: España atravesó olas de calor
prolongadas con temperaturas récord (más de 45°C en zonas
del sur, y más de dos semanas seguidas de calor extremo en el noroeste).
Este calor intenso provoca lo que los expertos llaman “sequía exprés”
o “sequía térmica”, es decir, un desecamiento acelerado de
la vegetación. Aunque en primavera hubo lluvias abundantes que hicieron
crecer mucha masa vegetal, esa misma vegetación se secó rápidamente
bajo el calor veraniego y quedó convertida en combustible altamente
inflamable. Si a esto se suman episodios de viento fuerte y una orografía
montañosa, se dan todas las condiciones para que cualquier chispa
se transforme en un incendio de gran magnitud. En esencia, el cambio climático
está creando veranos más cálidos y secos que multiplican
la intensidad y extensión de los fuegos.
Abandono rural
y acumulación de combustible: Desde hace décadas, amplias
zonas del interior de España sufren despoblación y abandono
de las actividades agrarias y ganaderas tradicionales. Donde antes había
cultivos, pastos o campos cuidados (que actuaban como cortafuegos naturales),
hoy prolifera el matorral y el bosque sin gestionar. Esta continuidad de
masa forestal supone toneladas de material vegetal seco acumulado, un paisaje
continuo de combustible que facilita incendios extensos e incontrolados.
Muchas de las zonas más arrasadas por el fuego (como provincias
de Ourense, Zamora o León) coinciden con áreas de fuerte
despoblación, evidencia de que la falta de gestión del territorio
ha creado paisajes propensos a los megaincendios.
Ignición
de origen humano: En la inmensa mayoría de incendios forestales
en España hay mano humana en el inicio, ya sea por accidente o de
forma intencionada. Este verano no fue la excepción: las autoridades
han informado de decenas de detenidos e investigados como presuntos causantes
de incendios. Algunos de los fuegos más graves se iniciaron por
negligencias (quemas agrícolas descontroladas, barbacoas o colillas
mal apagadas, trabajos con maquinaria en días de alto riesgo) e
incluso por actos deliberados. Se han dado casos de pirómanos reincidentes,
quemas provocadas para obtener cobre de cables robados (originando incendios
al prender el aislamiento plástico), e incendios causados por imprudencias
graves como encender una vela en plena noche al aire libre. Aunque también
ha habido focos provocados por causas naturales, como rayos tras tormentas
secas, el factor humano destaca como detonante principal. Este componente
humano queda patente en las cifras: más del 80% de los incendios
en España tienen origen antrópico. Las motivaciones intencionales
pueden ser variadas (quema ilegal de rastrojos, regenerar pastos para ganado,
vandalismo, venganzas personales, etc.), pero en cualquier caso la responsabilidad
directa recae en quienes prenden la chispa.
Cabe mencionar
que popularmente a veces se ha aludido a la “especulación urbanística”
como causa de incendios (es decir, provocar fuegos para recalificar terrenos
forestales y permitir construcciones). Sin embargo, la legislación
española vigente (Ley de Montes) impide cambiar el uso de un terreno
forestal incendiado durante décadas, precisamente para evitar ese
incentivo perverso. Por tanto, hoy en día esta motivación
especulativa no parece ser un factor relevante en la mayoría de
incendios, y no está entre las causas principales señaladas
este verano. En cambio, la conjunción de clima extremo, monte abandonado
y descuidos o acciones humanas imprudentes sí ha sido el origen
de muchos de los fuegos que arrasaron el país.
INCENDIOS DESBORDADOS
Y CRÍTICAS EN LA GESTIÓN
La rápida
propagación y enorme envergadura de los incendios de este verano
han puesto en evidencia la dificultad de gestionarlos. En cuestión
de horas, fuegos iniciados por una chispa se convirtieron en muros de llamas
de kilómetros, superando la capacidad de extinción sobre
el terreno. Muchos vecinos y alcaldes de las zonas afectadas han expresado
su frustración, denunciando falta de medios de extinción
o una reacción tardía de las autoridades. En Castilla y León
–una de las comunidades más golpeadas– se produjeron manifestaciones
de bomberos forestales y habitantes locales protestando por lo que consideraban
una mala gestión y escasez de recursos para enfrentar los incendios,
pidiendo más brigadas, más apoyo y mejores condiciones laborales
para el personal antiincendios.
Las autoridades
regionales y nacionales, por su parte, han llamado a no politizar la tragedia
y señalan que España dispone de uno de los mayores dispositivos
de extinción de Europa. De hecho, España cuenta con numerosos
medios aéreos (aviones y helicópteros hidrantes) y efectivos
especializados, incluyendo la Unidad Militar de Emergencias (UME) que se
movilizó masivamente. Durante este verano llegaron a desplegarse
más de 4.000 militares de la UME en apoyo a las labores de extinción,
además de miles de bomberos autonómicos, brigadas forestales
y voluntarios. Aun así, el alcance extraordinario de los incendios
“desbordó” la capacidad de respuesta en ciertos momentos, obligando
a priorizar la protección de vidas humanas y núcleos habitados
por encima de apagar cada frente de fuego.
Los expertos
insisten en que, cuando coinciden temperaturas extremas, sequedad del ambiente
y grandes masas continuas de vegetación seca, es casi inevitable
que surjan múltiples incendios a la vez. En esas condiciones, ningún
operativo puede estar en todas partes al mismo tiempo. Incluso hubo autoridades
que sugirieron inicialmente teorías de “terrorismo incendiario”
coordinado (una supuesta conspiración de pirómanos causando
muchos fuegos simultáneamente). Sin embargo, especialistas en incendios
forestales han descartado esa idea: cuando el monte está tan seco
y vulnerable, es normal que surjan decenas de focos en poco tiempo sin
necesidad de coordinación maliciosa, simplemente por la combinación
de azar y acciones humanas frecuentes (cada chispa que antes quizá
no pasaría de un susto, ahora prende un gran incendio). Por supuesto,
esto no exime la responsabilidad de cada incendiario detenido ni la necesidad
de investigar los delitos, pero apunta a un problema estructural más
allá de casos individuales.
Desde el punto
de vista de la gestión pública, esta oleada de incendios
ha sido una prueba de estrés para los planes de emergencias y prevención.
El Gobierno central terminó declarando formalmente zonas catastróficas
en las regiones más afectadas, para agilizar ayudas económicas
a municipios y damnificados. Varias comunidades autónomas aprobaron
paquetes de ayudas para las poblaciones evacuadas, propietarios que perdieron
viviendas, ganaderos y agricultores afectados por la destrucción
de tierras y pastos, etc. Todo ello refleja que, además del desastre
ecológico, existe un importante impacto socioeconómico en
las áreas rurales arrasadas por el fuego, un impacto que requiere
recursos para la reconstrucción y apoyo a los habitantes.
En última
instancia, esta crisis ha reavivado el debate sobre cómo prevenir
incendios de tal magnitud. Muchos profesionales del sector forestal señalan
que la clave no es solo disponer de muchos aviones o camiones de bomberos
en verano, sino trabajar todo el año en la prevención y planificación
del territorio. Aspectos como mantener los montes limpios de exceso de
matorral, hacer quemas controladas en invierno, reactivar la ganadería
extensiva que mantiene a raya la vegetación, crear cortafuegos estratégicos
y vigilar las conductas de riesgo son medidas indispensables. La lección
que deja 2025 es que, si no se aborda seriamente la gestión forestal
preventiva, los incendios volverán a sobrepasar cualquier capacidad
de extinción disponible, por muchos medios que se tengan.
INCENDIOS DE
SEXTA GENERACIÓN: FUEGOS INCONTROLABLES
Durante este
verano se ha popularizado el término “incendios de sexta generación”
(también llamados incendios de última generación o
incluso tormentas de fuego) para describir algunos de los fuegos más
extremos. ¿Qué significa exactamente este concepto? Básicamente,
se refiere a incendios forestales tan grandes e intensos que son capaces
de generar sus propias condiciones meteorológicas. Son fuegos que
se “retroalimentan”: el calor que despiden es tan inmenso que provoca potentes
corrientes de convección, es decir, columnas de aire caliente que
ascienden rápidamente varios kilómetros hacia la atmósfera.
Al subir, ese aire se enfría y puede colapsar de nuevo hacia el
suelo en forma de vientos repentinos y turbulentos, dispersando brasas
encendidas a gran distancia y creando nuevos focos de fuego lejos del frente
principal. En algunos casos, el humo y el calor generan nubes de tormenta
(pirocúmulos) que incluso descargan rayos y fuego sobre áreas
no incendiadas, alimentando aún más el desastre. En resumen,
el propio incendio crea un microclima infernal: vientos, turbulencias y
energía que escapan al control humano.
Frente a un
incendio así, los métodos tradicionales de extinción
resultan prácticamente inútiles. El fuego alcanza intensidades
tan altas que ni los bombardeos de agua de los aviones, ni los cortafuegos
abiertos por las brigadas logran frenarlo. Las llamas pueden superar fácilmente
los 20 o 30 metros de altura, avanzando a velocidades endiabladas. Los
expertos señalan que, cuando un incendio alcanza esta categoría
de “última generación”, no se puede extinguir directamente;
lo máximo que se puede hacer es proteger a la población,
alejar a los equipos por seguridad, tratar de controlar el perímetro
en lo posible y esperar a que cambien las condiciones meteorológicas
(por ejemplo, que bajen las temperaturas, amaine el viento o lleguen lluvias)
para entonces sí poder dominarlo. Este tipo de incendios extremos
añaden un comportamiento engañoso: a veces parecen calmarse
si cambia el viento o cae la noche (condiciones en las que normalmente
el fuego pierde fuerza), pero en realidad vuelven a tomar fuerza inesperadamente,
pillando desprevenidos a los equipos. Son, en definitiva, incendios “imposibles”
de apagar en su fase álgida, que sobrepasan la capacidad humana
de combate.
Las causas
de que ahora hablemos de incendios de sexta generación están
ligadas a las condiciones que hemos descrito: cambio climático y
exceso de combustible vegetal. El término sugiere que hemos entrado
en una nueva era de incendios forestales, más destructivos que nunca.
No todos los incendios declarados este verano alcanzaron ese nivel, pero
algunos focos en el noroeste peninsular (Galicia, León, Zamora)
sí mostraron comportamientos típicos de estos fuegos de nueva
generación. Se han visto columnas convectivas enormes y un poder
destructivo tal que literalmente desbordó cualquier capacidad de
extinción local. Bomberos veteranos relatan cómo “el fuego
se comportaba como un monstruo impredecible”, y reconocen que ante ciertas
paredes de llamas, lo único posible era retirarse para salvaguardar
vidas.
Este fenómeno
ha generado incluso cierto debate terminológico entre especialistas:
algunos prefieren no usar la etiqueta “sexta generación” tan a la
ligera, pues indica un nivel muy específico de complejidad, pero
en general todos coinciden en que los incendios extremos, tipo tormenta
de fuego, son ya una realidad creciente. El hecho de que hayamos llegado
a un punto en que el fuego se hace “dueño” del entorno (en lugar
de ser dominado por los bomberos) es muy preocupante. Implica que, en determinadas
circunstancias, la naturaleza supera la infraestructura y los medios de
cualquier región, por avanzados que sean.
RECURSOS DESBORDADOS:
DE LA AUTONOMÍA A LA COLABORACIÓN EUROPEA
Tradicionalmente,
la respuesta a los incendios forestales en España se organiza en
escalas. Los primeros en actuar son los recursos locales y autonómicos
(cada comunidad autónoma tiene competencias en la lucha contra incendios,
con sus cuadrillas de bomberos forestales, retenes, brigadas helitransportadas,
etc.). Cuando un incendio crece y se vuelve especialmente peligroso, se
declara el nivel 2 de emergencia, lo que significa que la comunidad autónoma
solicita ayuda al Estado porque sus medios propios resultan insuficientes.
Este verano hubo numerosos incendios en nivel 2, que movilizaron efectivos
estatales: la Unidad Militar de Emergencias, la Brigada de Refuerzo en
Incendios Forestales (BRIF) enviada por el Ministerio para la Transición
Ecológica, hidroaviones del Estado, etc.
Sin embargo,
en agosto de 2025 se alcanzó un punto crítico en el que ni
siquiera los medios nacionales eran suficientes para atender todos los
frentes activos simultáneamente. España tuvo que activar
el Mecanismo Europeo de Protección Civil, un protocolo de la Unión
Europea para emergencias que permite solicitar ayuda internacional de forma
coordinada. A partir de mediados de agosto, diversos países europeos
enviaron refuerzos para colaborar en la extinción de los incendios
españoles. Por ejemplo, Francia desplazó varios aviones Canadair
(bombarderos de agua) que operaron en Galicia; Italia también aportó
aviones cisterna que estuvieron trabajando en incendios de Castilla y León;
Alemania ofreció un equipo completo de brigadas terrestres con unos
50 efectivos y vehículos contra incendios, que se desplegaron en
Extremadura; Países Bajos envió helicópteros pesados
(modelo Chinook) con gran capacidad de descarga de agua, estacionados en
bases de León; Eslovaquia aportó un helicóptero Black
Hawk para tareas de extinción, entre otros apoyos. En total, al
menos seis países europeos asistieron a España con medios
materiales y humanos, sumándose al enorme esfuerzo que las autoridades
españolas ya tenían en marcha. Esta colaboración internacional
fue gestionada a través del centro de coordinación de emergencias
europeo, que asignó las misiones y zonas de actuación a cada
recurso extranjero.
La necesidad
de ayuda externa dejó claro que ciertos incendios de última
generación “no se apagan” desde una sola autonomía, ni siquiera
desde un solo país. El alcance de la emergencia era tal que solo
una respuesta conjunta y solidaria a nivel europeo podía afrontarla.
Este verano, no lo olvidemos, otros países del Mediterráneo
también ardían al mismo tiempo (Grecia, Portugal, Italia
tuvieron crisis de incendios casi simultáneas). Esto supuso un desafío
logístico para el mecanismo europeo, que tuvo que repartir medios
donde más urgía. Se batieron récords de peticiones
de ayuda mutua en la UE por incendios forestales. Afortunadamente, la cooperación
funcionó y pudo evitarse una tragedia aún mayor, pero evidenció
que ningún país por sí solo dispone de recursos ilimitados
frente a incendios extremos si las condiciones adversas se dan en amplias
regiones a la vez.
En conclusión,
los incendios de gran magnitud de hoy en día sobrepasan las fronteras
administrativas. Desde el punto de vista urbanístico y territorial,
esto sugiere que la planificación anti-incendios debe abordarse
también de forma supranacional y coordinada. La UE lleva tiempo
impulsando la idea de una “fuerza europea contra incendios” (con fondos
para una flota permanente de aviones contraincendios, entrenamiento común,
etc.), algo que cada vez cobra más importancia. Porque si bien este
verano España recibió aviones y brigadas extranjeras, en
otro momento puede ser España la que envíe ayuda a Francia,
Grecia o cualquier vecino. Los incendios no entienden de fronteras, y los
de sexta generación menos aún: pueden requerir tantos medios
que exceden lo que un solo territorio puede aportar. Por ello, se vislumbra
como imprescindible reforzar la cooperación europea en prevención
y respuesta al fuego, compartiendo recursos y estrategias.
¿VOLVERÁ
A SUCEDER? PREPARAR EL FUTURO DEL TERRITORIO
Una pregunta
inevitable tras vivir esta crisis es: ¿Se repetirá una situación
así en los próximos veranos? Los científicos y expertos
en clima advierten que, por desgracia, la tendencia apunta a incendios
cada vez más intensos y frecuentes. El cambio climático está
prolongando las temporadas de calor, reduciendo la humedad en el ambiente
y favoreciendo fenómenos extremos (olas de calor más duraderas,
tormentas secas con rayos, etc.). Esto significa que el riesgo de megaincendios
seguirá alto e incluso puede aumentar si no se toman medidas. De
hecho, muchos señalan que lo ocurrido en 2025 es un aviso de lo
que puede ser “el nuevo normal” en las décadas próximas:
veranos con múltiples incendios gigantes ardiendo a la vez. A menos
que reaccionemos, podríamos enfrentarnos a veranos negros reiterativos.
Ahora bien,
los expertos enfatizan que el futuro no está totalmente escrito.
Podemos y debemos prepararnos mejor para convivir con el fuego y reducir
su poder destructivo. España tiene una larga historia de incendios
forestales, pero también conocimientos para enfrentarlos. La clave
estará en cambiar el enfoque desde solo extinguir, a prevenir y
planificar. Algunas líneas de actuación urgentes desde el
plano urbanístico, territorial y ambiental serían:
Gestión
activa del paisaje: Recuperar las labores de mantenimiento del monte durante
todo el año. Esto incluye limpieza de maleza, podas, cortafuegos
y quemas prescritas en épocas seguras, de modo que el día
que llegue el fuego no encuentre tanta cantidad de material para arder.
Un territorio bien gestionado no acumula una “bomba de relojería”
de biomasa seca. En este sentido, es vital potenciar la silvicultura preventiva
y dotarla de recursos estables.
Ordenación
del territorio y mosaico rural: Replantear el uso del suelo en las zonas
rurales abandonadas, fomentando un mosaico de usos que sirva de cortafuegos
natural. Por ejemplo, incentivar que ciertas áreas sean nuevamente
pastos ganaderos o cultivos (que separen masas forestales continuas). Allí
donde el monte es rentable o aprovechado, suele cuidarse más y arde
con menos facilidad. Este rediseño del territorio requiere políticas
agrarias y de desarrollo rural que hagan viable que haya gente viviendo
y trabajando en el campo. Mantener pueblos vivos y monte productivo es
también una estrategia contra los incendios.
Protección
de la interfaz urbano-forestal: Desde el urbanismo, es crucial establecer
normas de seguridad en las construcciones cercanas al monte. Muchas viviendas
rurales o urbanizaciones colindan con bosques; esas áreas de interfaz
urbano-forestal deben contar con planes específicos: franjas perimetrales
limpias de vegetación alrededor de pueblos y casas, accesos seguros
para bomberos, hidrantes o reservas de agua, y planes de evacuación
claros. La planificación urbanística ha de tener en cuenta
el riesgo de incendios a la hora de permitir edificaciones en zonas forestales,
minimizando situaciones de alto peligro para los residentes.
Educación
y concienciación ciudadana: Por último, ningún plan
tendrá éxito sin la colaboración de la población.
Es imprescindible intensificar las campañas de concienciación
sobre el riesgo de incendios, especialmente en verano. Enseñar buenas
prácticas (no hacer fuegos en el monte, extremar precauciones en
días de alto riesgo, avisar de cualquier conato inmediato) y también
inculcar una cultura de autoprotección. Las comunidades locales
deben saber cómo reaccionar ante un incendio cercano, tener simulacros,
conocer las rutas de evacuación y no esperar a último momento.
Asimismo, la sociedad en su conjunto debe entender que el fuego es un elemento
natural en nuestros ecosistemas, pero que está en nuestras manos
decidir si tendremos incendios pequeños y manejables o monstruos
incontrolables. Esa decisión pasa por cómo gestionamos el
territorio y cómo nos preparamos para el cambio climático.
En resumen,
es muy probable que incendios como los de este verano vuelvan a ocurrir,
pero sus efectos no tienen por qué ser tan catastróficos
si aplicamos las lecciones aprendidas. La coordinación entre administraciones,
la dotación adecuada de medios de extinción (y su uso inteligente),
la cooperación internacional y, sobre todo, la apuesta decidida
por la prevención y la planificación territorial sostenible
son el camino a seguir. Como señalaron algunos expertos tras
esta crisis, “no podemos llevarnos las manos a la cabeza cada verano sin
haber hecho los deberes en invierno”. Queda en manos de las autoridades
y de la sociedad española trabajar desde ya para que nuestros montes
y pueblos estén mejor preparados. Solo así dejaremos de ver
cada año repetirse la tragedia del verano negro, y lograremos convivir
con el fuego de forma más segura y controlada en el futuro.
CONCLUSIONES
La temporada
2025 demuestra que los incendios de sexta generación son una amenaza
estructural en España: solo una política sostenida de prevención,
ordenación territorial y cooperación europea permitirá
contener su impacto futuro.
Conclusiones
operativas
Priorizar la
prevención: silvicultura activa, cortafuegos y quemas prescritas.
Revitalizar
el mosaico rural con usos agrícolas y ganaderos.
Planificar
la seguridad en la interfaz urbano-forestal (franjas limpias, planes de
evacuación).
Asegurar la
cooperación internacional permanente en medios de extinción.
Desarrollar
campañas de concienciación ciudadana y autoprotección.
Autoría:
Marta González – Ingeniera Forestal y consultora en gestión
de emergencias en prevención de incendios
Invitación:
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de incendios.
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